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El héroe y narrador de esta novela se despierta en la cama de un hotel junto a una mujer que no es su esposa, sino una amiga de ambos. La sorpresa se transforma en profunda angustia cuando advierte que la cabeza de la mujer se encuentra sobre una mancha de sangre, posiblemente a causa de las drogas que ambos tomaron la noche anterior.
«Espero que si demuestro una sola cosa con este relato, ésa sea la importancia de las reglas vitales, razón por la cual quizá he decidido comenzar la historia de mi vida moral con este episodio de sangre. Creo que ése fue el momento en el que mis categorías habituales se desbarataron.» En efecto, asistiremos entonces a la caída libre de un personaje narcisista y politoxicómano que, hasta ese momento, llevaba una existencia confortable en la zona residencial de una megalópolis anónima. Allí vive junto a su esposa, el perro de ambos y un viejo amigo de la infancia en casa de unos padres tan comprensivos como consentidores. Éstos le han proporcionado una buena educación y lo han apoyado en todo, pero no pueden evitar observar con inquietud el hecho de que su hijo haya decidido abandonar un empleo seguro para atender la llamada de una tardía vocación artística.
Entre múltiples obsesiones y paranoias, sexo, drogas, violencia e infinitas elucubraciones circulares, los acontecimientos terminarán precipitándose y nuestro atribulado y neurótico héroe se verá empujado a cometer actos de cuestionable moralidad o directamente reprensibles, que rememora en estas páginas con franqueza y cierto pesar: «Y la verdadera vida (...), la única que ha sido verdaderamente vivida, es aquella que uno observa en retrospectiva desde una especie de distante punto en las nubes. Ese tipo de mirada podría describirse con la palabra “literatura”»